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martes, 3 de agosto de 2010

Dígale no¡¡ al aguardiente con yogurt

Un semáforo con su luz amarilla ardiendo intermitente más allá de la media noche es el mismo efecto que produce el fin de la fiesta el poeta chino. Ya cuando las bailarinas se van a descansar y la luna parece fatigada en el último rincón del universo, el poeta chino queda con su copa sentado frente al mar oscuro de la noche. Prueba su último sorbo de licor y se duerme sobre sueños de arroz. Algo parecido sucede cuando se pasa por un semáforo amarillo intermitente. Es la hora de la fatiga. La hora de prender un cigarrillo, la hora de decirle adiós a Baco y entregarse a la almohada. La hora cuando el tiempo fluye como una inyección dolorosa.
El sol rojo es el estado de ánimo que viene sacudiendo al país por lo menos hace treinta años. Ese mismo bombillo es la metáfora de la lucha que no tiene curso. Todo parece indicar que la realidad no está montada sobre un dragón alucinado. El semáforo en rojo propone el límite entre la ficción y la realidad. De algún modo especialmente extraño, más que un estado de ánimo, en verdad, el semáforo es la metáfora del estado de sitio.
El verde. Sí, el verde. El color de la esperanza. El estado de ánimo de la vía libre .Un verano verde para la gasolina y las bujías. El momento donde el carácter de los carros trabaja y se le remunera con perfumes de aceite quemado .El momento cuando la mujer del sedán beige se mira nuevamente en el espejo y arroja la colilla por la ventana. Vuelve los ojos. Mira el cielo. El horizonte de la polución deja entrever, solo por unos segundos, un reino que se encuentra más allá de los pitos y los rascacielos. En ese reino medio confuso, la impresión momentánea es la de sentirse, de pronto irreal. Es esa sensación que hace que los pies ya no sean de plomo sino de nubes, que hace que la vida parezca una mañana congelada en un viernes de sol a las nueve de la mañana. Arrancan los carros. Se impulsan sobre el pavimento.

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